El 22 de septiembre de 2005, Jhonny Silva Aranguren cursaba quinto semestre de química en la Universidad del Valle en el año 2005 y vivía con sus padres, Wilman Silva Betancourt y Eneried Aranguren y con su hermana Jenny Silva Aranguren, con quienes mantenía una estrecha relación afectiva. Sus padres estaban vinculados laboralmente a una pequeña empresa de muebles y trabajan con ahínco para pagar los estudios de sus hijos y ofrecerles el mejor bienestar posible. Eran tiempos de protestas y ellos están imbuidos en sus propias necesidades, ajenos a las reivindicaciones de los movimientos sociales apoyados con mucho empeño por los estudiantes desde los claustros universitarios. En medio de los disturbios Jhonny que se encontraba saliendo de uno de los edificios de la facultad al interior de la Universidad del Valle, recibió un disparo propinado por la Policía – los ESMAD.
Este sin duda alguna, se constituyó en un hecho de brutalidad policial como este son “cientos” los casos de efectivos de la Policía y del ESMAD que haciendo uso desproporcionado de la fuerza contra manifestantes indefensos terminan propiciando lesiones personales o, lo que es peor aún, causado la muerte a quienes simplemente levantan sus voces y sus rostros en defensa de sus derechos.
La Policía no sólo ha actuado de manera represiva sistemáticamente en contra de los manifestantes, sino que ha agredido a transeúntes, periodistas, adultos mayores, niños, mujeres, entre otros, que encuentre a su paso. La brutalidad policial que ha caracterizado la reacción estatal ante cualquier jornada de protesta ha significado graves violaciones de los derechos a la vida, integridad y libertad, entre otros. Situación preocupante en tanto el Estado colombiano niega la agresión y el uso de armas no permitidas y por el contrario, respalda y premia a sus funcionarios.
En colombia, desde la creación de los Escuadrones Móviles Antidisturbios – ESMAD-, Mediante Directiva Transitoria #0205 del 24 de febrero de 1999 de la Policía, se han denunciado los constantes desmanes de la fuerza pública en por lo menos el 80% del territorio nacional. Múltiples registros fílmicos dan cuenta de esta brutalidad permanente. En varios casos han quedado grabadas las amenazas de los uniformados contra la población civil, no sólo se ve la violencia con la que reprimen, sino también el vandalismo que practican utilizando su poder. La iden- tificación de estos cuerpos armados es difícil dado que no portan un número a la vista, no tienen placa y actúan casi que en una pública clandestinidad.
Asimismo, se registra en las imágenes el porte de implementos y armas no permitidas para la labor que desarrollan, pese a las restricciones en el uso de ellas y de la fuerza, es comprobado incluso el uso de granadas lacrimógenas con municiones recalzadas (vainillas a las que se les introducen pólvora, canicas, vidrio), armas no convencionales prohibidas por el Derecho Internacional Humanitario.