Los hijos de los líderes se resisten a que los hechos se deshagan en el tiempo: a sus padres los mataron por defender un territorio que no ha dejado de estar en riesgo
RICARDO SILVA ROMERO
Detrás de las noticias de diciembre, que tienen tanto de resignación y de borrachera, siguió sucediendo Colombia. Hubo derecho a la tregua en las grandes ciudades. En Bogotá hubo derecho a decir, sin percatarse de la ligereza y de la indolencia y de la distorsión de lo humano, “no a todos los líderes sociales los matan por ser líderes sociales”. Pero en ciertos pueblos que hacen todo lo que pueden para no ser pueblos fantasmas, para que su pesadilla sea reseñada por la Historia ya que la prensa prefiere los protagonistas a los personajes secundarios, el grito de “Feliz Año” fue un grito ahogado y una mentira piadosa, pues vive atrapado en el presente quien vive en el peligro.
Detrás de las noticias de diciembre, que crean la ilusión de que por fin no está pasando nada, miles de colombianos, cientos de miles de colombianos, millones de colombianos, siguieron reclamando que la justicia les reconozca por fin lo que ya sabe la Historia.
El pasado miércoles 27 de diciembre, en el pueblo de Umuriwa, en Valledupar, se reunieron “para ver cómo va el proceso” las familias de los tres líderes arhuacos presuntamente asesinados por dos miembros de un batallón militar –el Batallón La Popa– el 28 de noviembre de 1990. Veintisiete años después de los tres homicidios, veinte años después de que el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas estableciera la responsabilidad del Estado en los tres crímenes, la justicia castrense no avanza. Pero, respaldados por un nuevo fallo de la Corte Suprema de Justicia, los hijos de los líderes se resisten a que los hechos se deshagan en el tiempo: a sus padres los mataron por defender un territorio que no ha dejado de estar en riesgo.
La comunidad de paz de San José de Apartadó, en Antioquia, sigue recordando a pesar del país –y de su modorra– la masacre del lunes 21 de febrero de 2005: “‘Cobra’ tomó a la niña del cabello y le pasó el machete por la garganta”, relató a la justicia, tres años después, uno de los asesinos de una banda de militares y paramilitares. Como si San José no se hubiera ganado su derecho al pasado, hace cuatro días, en la mañana del viernes 29, un comando paramilitar entró al asentamiento central –dice un comunicado urgente que circuló horas más tarde en las redes– “con la intención explícita de asesinar al representante legal de nuestra comunidad”. Queda esperar que el nuevo año no sea 2005.
El mismo viernes 29 se supo que el presidente Santos firmó la ley que obliga a restaurar la cátedra que se eliminó de los colegios colombianos en 1994: Historia de Colombia. Quizás sea mucho pedirle a una materia que aclare las tergiversaciones y los eufemismos del país, pero sí que es fundamental que sepa su Historia una sociedad que prefiere creer en el mal a reconocer los problemas sociales, que no nota qué es lo extraño en la frase “los mataron por andar de comunistas”, que no entiende que un proceso de paz no es una rendición, sino un modo de la justicia, y no capta por qué los crímenes de Estado no son menos graves.
Nuestra gran esperanza es la Historia: la Historia que no es solo la biografía de los poderosos de todos los pelambres, sino el testimonio de las víctimas. Cómo más puede lograrse que no se añore “la mano dura” y no se llame “guerrilleros” a quienes reivindiquen los derechos humanos: que en los colegios se cuente que en los últimos cincuenta años nos hemos llenado de fantasmas –de la Sierra Nevada de Santa Marta a San José de Apartadó– que no se van a ir ni en diciembre hasta que no se sepa lo que les hicieron por quitarles su tierra y por callarlos.
Suena a exageración, pero el sábado 30 un menor de edad mató a un líder comunal de Cumaral, en el Meta, a la salida de un partido de fútbol.
Fuente: https://elpais.com/internacional/2018/01/02/colombia/1514899066_384713.html?id_externo_rsoc=FB_CC