Por Jaime Flórez
A tres días del asesinato de 6 personas en la vereda El Tandil, una comisión de organismos internacionales, no gubernamentales y periodistas que recorrió el territorio, fue recibida con fuego. Así fue la jornada en un pueblo atrapado entre el miedo y el dolor.
Primero encalló el muerto. Una lancha apareció entre las furiosas aguas del río Mira. Detrás suyo quince embarcaciones similares la rondaban a toda velocidad, cargadas de personas levemente borrachas que llevaban ramos de rosas rojas y globos blancos. Al ver la procesión, los dolientes que aguardaban en El Playón, una especie de puerto sobre el corregimiento de Ricaurte, se lanzaron hasta el punto de desembarco. Entonces amarraron la lancha principal, y los adoloridos hermanos de Haner Cortés, descargaron su ataúd.
“Si me matan a balazos, quiero morir con valor”, sonaba la ranchera que no paraban de reproducir una y otra vez en la orilla, en un parlante gigante. En esas, el féretro fue desplazado en medio de decenas de personas que lo esperaban y otras tantas que lo acompañaron por el río. Lo dispusieron bajo una lona plástica negra, en la orilla arenosa, y allí velaron a Cheto, como conocen todos a Haner. Un padre de 27 años, motorista de balsas y jugador recurrente de los partidos de fútbol de su vereda El Coco. Uno de los seis muertos que ya se confirmaron durante el ataque a bala que, según los campesinos, ejecutaron los policías antinarcóticos el pasado jueves.
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De ese mismo puerto, mientras avanzaba el velorio, partió una lancha con representantes de Naciones Unidas, la OEA, la gobernación de Nariño, la Asociación Minga, Somos Defensores y varios periodistas. El destino era el Tandil, el lugar donde Cheto y los demás campesinos fueron asesinados.
Las lanchas avanzaron por el Mira. Una hora después fue el desembarco, seguido por un recorrido por una trocha brava, flanqueada a lado y lado por interminables cultivos de coca: la maldición de la región. La misma planta que está siendo erradicada por las autoridades, sin que se les ofrezca a los campesinos, eso dicen ellos, una forma de reemplazarla como el eje de su subsistencia.
Foto: Sonia Cifuentes, Asociación Minga- Somos Defensores.
Entonces apareció la planada. Un terreno de troncos a medio cortar que fueron talados durante el aterrizaje del helicóptero del Ejército donde el pasado jueves fueron evacuados las decenas de heridos en el ataque. Allí los campesinos no se cansaron de rememorar las escenas de la tragedia. Cuentan que un oficial bajó el brazo, como dando una señal, y fue entonces que, por alrededor de un minuto, abrieron fuego en contra de los manifestantes que estaban allí para oponerse a la erradicación. Seis muertos y al menos 15 heridos fue el balance que aún no ha sido consolidado.
Foto: Sonia Cifuentes, Asociación Minga- Somos Defensores.
Para la Policía se trató de un ataque con tatucos y ráfagas de una disidencia de las Farc. Pero este domingo, mientras los campesinos recordaban la muerte de los suyos, la Defensoría del Pueblo aseguró que todo apuntaba a que la masacre había sido responsabilidad de la Policía antinarcóticos. Lo claro es que en la montaña donde ocurrieron los asesinatos todavía están las muestras de las balas que rozaron los palos, y el rastrojo arrancado y doblado que dejaron los campesinos cuando se arrastraron por el barranco para evadir los impactos.
En esas explicaciones de los campesinos a la comisión apareció la Policía. Eran las 2 de la tarde del domingo. Un grupo de uniformados se desplegó sobre los límites de la base que montaron en lo alto de las montañas. La tensión con los campesinos escaló. “Ellos – y señalaban de frente a lo policías- son los asesinos. A este lo vi disparar contra mi hermano”, aseguraba un presente. Los agentes, entre tanto, les decían desafiantes a los campesinos que no podían subir hasta su base. Los representantes de los organismos internacionales y locales intervinieron.
Propusieron una solución para indagar sobre las denuncias de los pobladores, que aseguraban, entre otras cosas, que en los terrenos de la base hay un cadáver abandonado al que ya se están comiendo los gusanos. Se formó una comisión verificadora del territorio integrada por miembros de las Naciones Unidas, las autoridades locales, la Asociación Minga y varios periodistas. Quince personas, como máximo. A la cabeza, vigilantes, irían guardias indígenas y dos campesinos que marcarían el rumbo.
Así comenzó la verificación, por entre los matorrales y los árboles gigantes, selva adentro, buscando al muerto. Luego de cruzar dos veces la quebrada La Onda, apareció una montaña empinada. El grupo había avanzado hasta la mitad de la falda cuando comenzaron los gritos: “Ábranse de acá, no pueden entrar”. “Somos de Naciones Unidas, somos de la Gobernación”, eran las respuestas calmadas pero atemorizadas. “Tenemos permiso para estar aquí”, decían los funcionarios locales, que al igual que los representantes internacionales, estaban vestidos con prendas distintivas.
Esa fue la dinámica hasta que la explosión y el destello de una granada aturdidora paralizó al grupo. “No disparen, somos civiles”. La respuesta, entonces, fueron disparos. La comisión entendió que no había espacio para dialogar y comenzó la retirada, montaña abajo. Estalló una nueva aturdidora, seguida por un par de disparos más. La tierra se levantaba al ser impactada por el fuego.
Foto: Sonia Cifuentes, Asociación Minga- Somos Defensores.
Como una pequeña estampida, el grupo se replegó sobre la quebrada. Entonces no supieron a donde ir. Algunos querían seguir el rumbo del agua, pero temían quedar en el punto de mira de los policías. Otros gritaban que había que trepar el monte, pero les respondían que ese terreno podía estar minado.
“¿Estamos todos? ¡Volvamos!”. Estalló una nueva aturdidora. En esas, el grupo, asustado, se fragmentó entre los que corrieron y los que quedaron congelados por el miedo. El temor máximo era que la Policía retomara los tiros. Los extranjeros no podían creer lo que estaban viviendo.
“Busquemos al Ejército para que nos defienda de la Policía”, gritó alguno. En la región, esa institución tiene una buena relación con la comunidad. Incluso, la misma le agradece el auxilio que les dio durante la masacre, con las primeras atenciones médicas. Fueron minutos larguísimos hasta que la guardia indígena se puso al frente, encontró un camino y condujo al grupo, de nuevo, hacia la trocha. Afuera, los campesinos solo atinaban a decir: “Si eso se los hacen a ustedes, que son las Naciones Unidas y los periodistas, imagínense…”.
Solo hasta el final de la tarde, las delegaciones foráneas pudieron embarcar de nuevo, por el agitado Mira, que a esa hora lucía tenebroso, rodeado de árboles de 30 metros que, envueltos en la oscuridad, parecían espectros. Entre las aguas, cada tanto, aparecía un destello blanco: alguno de los globos de la procesión mortuoria de Cheto que, a esa hora, ya estaba tres metros bajo tierra.
*Este viaje se realizó con el apoyo de la Asociación Minga y Somos Defensores