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Comisiones de alto nivel de Gobierno e Iglesia diseñaron con minucia los eventos. Las ciudades visitadas y las comunidades de acceso debían ofrecer ciertas garantías: jerarcas conservadores impulsores del “no” plebiscitario; escenarios sociales no escandalosos por su miseria y abandono; interlocutores “seguros”; símbolos direccionados.
Se excluyó la región del Pacífico y todo el Sur Occidente, pues allí residen jerarcas críticos y abundan situaciones explosivas de injusticia, como en Buenaventura, Chocó, los asentamientos del Atrato, Tumaco, parte de la Amazonía y zonas devastadas por megaproyectos mineros. Las obras apostólicas visitadas debían tener la marca inconfundible del asistencialismo: hogares para menores en prevención de abusos y de drogadicción o para ex habitantes de calle.
Las víctimas debían ser prevalentemente víctimas de las guerrillas, si acaso alguna de paramilitares “independientes”, pero de ninguna manera víctimas de agentes directos del Estado, de la fuerza pública, mutilados del ESMAD, torturados en cuarteles militares, desaparecidos luego de su detención, falsos positivos, familias de líderes o militantes de movimientos sociales masacrados, sindicalistas y activistas sociales amenazados, presos políticos o prisioneros de guerra. Era importante ocultar y silenciar a este 85% de las víctimas.
También los símbolos exigían control: el Cristo de Bojayá podía excitar sentimientos de conmoción/indignación religiosa, cuidando de silenciar las responsabilidades concomitantes de militares-paramilitares en su mutilación y exhibiéndolo sólo como sacramento de la “barbarie guerrillera”. Había que impedir la exhibición de imágenes del Sagrado Corazón o de la Virgen María baleadas por soldados en zonas de periferia o las biblias atravesadas por proyectiles militares. Los discursos de acogida podrían abundar en la “violencia generalizada”, sin mencionar responsables reconocidos, cuidando de culpabilizar solamente a las insurgencias o, en su defecto, a toda la población indiscriminadamente.
Los candidatos a la beatificación debían ser escrupulosamente escogidos. Dentro de la larga lista de mártires que inunda este país, no se podría seleccionar a quienes lucharon contra el sistema imperante de injusticia siendo masacrados por agentes oficiales, muchos de cuyos victimarios aún viven, pues, aunque son la inmensa mayoría, se daría un peligroso ejemplo testimonial. Era necesario escoger a víctimas de grupos insurgentes para que los mensajes subliminales contribuyeran a demonizar los movimientos de oposición al poder. Sin entrar a juzgar las conciencias de los nuevos beatos, algo a lo que no tenemos derecho, la información vulgar masiva, propalada por los grandes medios, asimiló como “virtudes” de Monseñor Jesús Emilio Jaramillo: su cercanía al ejército y a las multinacionales petroleras y sus condenas a las guerrillas, acusaciones que todo muestra que fueron falsas, pero que figuraron en la sentencia de muerte que expidió por escrito el Frente local del ELN que le dio muerte y que los medios masivos amplificaron profusamente, sin registrar siquiera la condena del crimen que el Comité Central del ELN se apresuró a expresar pocos días después. Lo importante era la manipulación política del hecho, como también lo fue el discutido “martirio” del Padre Pedro María Ramírez Ramos, párroco de Armero: aun haciendo caso omiso de las versiones que aseguran que él desde el púlpito incitaba a matar liberales y especialmente al caudillo de oposición, Jorge Eliécer Gaitán, su muerte respondió a un odio profundo que en los sectores Gaitanistas de base sembró la iglesia jerárquica de entonces, aliada incondicional del Partido Conservador, principal autor del genocidio que en aquel contexto avanzaba impertérrito. Tal contexto empaña y adultera profundamente la autenticidad de un martirio cristiano.
No fue fácil, sin embargo, amordazar la palabra del Papa Francisco, ahogándola en ese laberinto de escenarios geográficos, conglomerados sociales, discursos, símbolos, testimonios, encuentros y proyectos direccionados.